¡Atención: se encuentra ante una sustancia que puede resultar tan adictiva como la cocaína o la heroína!
O al menos así lo indican algunos estudios. Aunque debe exponerse al
riesgo, porque la realidad es que sin ella no podría vivir. La sal, ese
producto tan cotidiano al que recurrimos de forma consciente o
inconsciente, resulta indispensable para nuestra existencia. Sin ingerir
cloruro de sodio (su denominación oficial), moriríamos. Como explica
Daniel Closa, científico del CSIC en el Instituto de Investigaciones
Biomédicas de Barcelona: "El cloruro de sodio ayuda al funcionamiento de
las células: aunque en cantidades pequeñas, nuestro cuerpo lo necesita.
Es el único alimento mineral que necesitamos como tal".
Pese a
ello, rebasar la línea que separa la necesidad del exceso puede acarrear
graves consecuencias, como problemas de hipertensión. De hecho, la
reducción en su consumo evitaría casi uno de cada cuatro casos de
accidentes cerebrovasculares. Pero la presencia de sal en prácticamente
todos los productos hace que, con frecuencia, se caiga en el exceso. Por
ejemplo, una simple manzana contiene un miligramo de este mineral. Y si
opta por un vaso de leche, sepa que la cantidad se dispara a los 44.
Aunque lejos de los casi 1.200 miligramos embutidos en un sándwich de salami.
Su
función potenciadora del sabor hace que los alimentos resulten más
sabrosos, por lo que aumenta las ganas de consumirla. Y la leyenda
urbana tampoco ayuda: de hecho, en ciertas culturas, como la rusa, se le
conoce como la muerte blanca. "Tenemos agua dentro de las
células y los vasos sanguineos, y para que esos volúmenes se mantengan
en niveles correctos, contribuyendo al mantenimiento de la tensión
arterial, el sodio es fundamental", asegura la doctora María Ballesteros, vocal de la junta directiva de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición.
CANTIDAD RECOMENDADA
Pero,
¿cuánta sal debemos consumir? La pregunta tiene cierta trampa. Según la
Organización Mundial de la Salud, la población adulta debería estar en
los cinco gramos al día. O lo que es lo mismo: dos gramos de sodio, ya
que la sal contiene alrededor de un 40% de sodio. En
cantidad, equivaldría a una cucharada de sal. ¿Eso significa que debemos
añadirla a la comida sin más? La respuesta es rotunda: no se le ocurra.
La cantidad de carnes y productos procesados que consumimos, además de
su presencia como conservante en muchos otros alimentos, hacen que la
ingesta de sal esté por encima de la media. Los expertos calculan que,
en el mundo occidental, este consumo medio está en los 10-12 gramos/día. De ahí que la OMS, para curarse en ídem, haga recomendaciones a la baja.
"En
personas sanas, que no tengan ningún tipo de enfermedad cardiovascular,
un consumo de seis o siete gramos diarios sería suficiente. Mientras
que en personas con la tensión alta habría que rebajarlo por debajo de
los cinco gramos", explica la doctora Ballesteros. En definitiva: la
virtud aristotélica como el punto medio entre los dos extremos.
Aplicar las tablas médicas a la cazuela no resulta tan sencillo. Y menos en un país que destina al consumo humano 150.000 toneladas de sal,
según el Instituto de la Sal (Isal). Para hacernos una idea de cómo no
pasarse de salaos, la doctora Ballesteros da un ejemplo práctico: "Si
comiéramos alimentos sin sal añadida -esto es, que no estén procesados-,
ni añadiendo más tarde una pizca al cocinarlos o en la mesa, estaríamos
por debajo de los cinco gramos diarios. Si pusiéramos sal en la cocción
pero no en la mesa, nos quedaríamos en unos siete gramos (lo
recomendable en personas sanas). Y si aderezamos en la mesa nuestro
plato con sal, subimos a los 10-12 gramos, que es el consumo de España".
Las
personas mayores son las que más vetos a la sal reciben por parte de
los especialistas. Pero esta recomendación médica, más que un problema
salino, tiene que ver con el consumo de agua. Closa lo explica: "La
gente mayor acostumbra a beber menos agua porque pierden el reflejo de
la sed; en consecuencia, aumenta el aporte de la sal". Así, se produce
un desequilibrio interno entre agua y sal, que decanta la balanza de
manera peligrosa del lado de la segunda. Como expone el experto del
CSIC: "Con la hipertensión lo que ocurre es que nuestro cuerpo, ante el
exceso de sal, añade agua, por lo que las venas se convierten en una
cañería desbordada".
En el extremo contrario también se producen
desequilibrios. Ballesteros da un caso práctico: "Un ejemplo de lo que
supone la bajada de sodio en sangre es cuando en un maratón hay atletas
que se hidratan bien, beben agua, pero no toman suficientes sales y, al
final, pierden el conocimiento". Además de los factores de edad (niños y
ancianos deben consumir menos sal que los adultos), la variable
geográfica también influye en su consumo. Algunos estudios aseguran que
la población de raza negra necesita una cantidad de sal menor, porque
tienden a sufrir hipertensión con más facilidad que otros ciudadanos.
Tal
es la importancia de la sal que dispone de una legislación propia. En
España, la Reglamentación Técnico-Sanitaria para la obtención,
circulación y venta de la sal y salmueras comestibles, regulada por Real
Decreto del 27 de abril de 1983.
En ella se especifican, entre otros,
las dosis máximas y tipos de antiapelmazantes que pueden acompañar este
producto, los aditivos autorizados, el envasado y etiquetado. El
contenido mínimo de cloruro sódico presente en la sal (establecido por
dicha ley en un 97%) fue regulado de nuevo en 2011, permitiendo una sal
marina con un contenido inferior (94%) para aparejarla a la legislación
comunitaria.
La confluencia de leyes en la Unión Europea fructificó en
2008 en un Plan de Reducción del Consumo de Sal puesto en marcha por el
Ministerio de Sanidad «para reducir la morbilidad y mortalidad atribuida
a la hipertensión arterial y las enfermedades cardiovasculares», que
sirviera para acercarse a esos cinco gramos diarios recomendados por la
OMS.
¿REFINADA O SIN REFINAR?
Algunas
voces ponen el acento en los procesos de refinado de la sal: más pureza,
menos pureza... Pero en la comunidad científica este hecho carece de
interés. "Es cuestión de modas", asegura Closa. "Al estar refinada, se
supone que tiene mayor mezcla con otros componentes, como magnesio,
potasio, yodo... Pero con nuestra dieta occidental, consumir sal
refinada o sin refinar es irrelevante. No resulta más tóxica ni más
sana", resume.
En cambio, el hecho de añadir otros elementos, como
yodo o ácido fólico, sí tiene efectos positivos. El yodo previene
enfermedades relacionadas con el tiroides, como el bocio, por lo que
añadirlo a la sal resulta una buena ecuación. De esta forma, la propia
ONU ha lanzado varias campañas de yodación de la sal en países que, por
su dieta, pueden presentar carencias de este elemento. Además,
determinados grupos que requieren una suplementación extra en momentos
determinados, como durante el embarazo, también se ven beneficiados por
este aporte.
El rol de la sal es tan determinante que no tiene
sustitutivo para las funciones fisiológicas que realiza: sólo tiene
recambio en su cometido como aderezo. Ocurre con algunas sales de
potasio, que, como resume la doctora Ballesteros, "producen menos problemas para la tensión,
pero no poseen las mismas propiedades que el cloruro de sodio". Así que
ya sabe: mire a este producto como un aliado, pero guarde los excesos
para otros menesteres.
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