La noticia corrió por el Municipio Sucre como un reguero de pólvora.
La gente empezó a salir y a dirigirse a un supermercado vecino donde
pueden conseguir algo muy preciado en estos tiempos: papel higiénico. En
realidad, tres rollos de papel higiénico son el máximo porque el
gobierno del presidente Nicolás Maduro ha impuesto un límite estricto a
los compradores.
Eduard Freisler / El Nuevo Herald
Entre las personas que se apresuran al mercado está Rogelio Altez,
profesor de antropología e historia de la Universidad Central de
Venezuela. “Hoy es mi turno porque mi número de identificación termina
en el número cuatro”, dijo.
Para prevenir escenas de multitudes desesperadas invadiendo los
supermercados, el gobierno dividió a los compradores en categorías en
base a sus números de identificación. El profesor Altez cae en el grupo
de ciudadanos a quienes les toca el miércoles.
Este intento del gobierno de hacer una distribución organizada de
artículos de primera necesidad extremadamente escasos tales como leche,
jabón, pasta dental y papel higiénico no siempre funciona bien en muchos
lugares de Caracas. La frustración de las personas que malgastan horas y
horas de sus vidas en líneas interminables estalla a veces en refriegas
y un resentimiento expresado abiertamente en público.
Al menos, así ocurre en el distrito Chacao. “Por supuesto, la cosa se
puede poner mucho peor. Todavía no nos estamos muriendo de hambre, pero
este gobierno y su política económica fracasada nos están convirtiendo
en cabezas de ganado”, afirma Amelia Suárez frente a un supermercado
mientras espera horas de pie bajo un sol abrasador. Su niña de dos años
dormita en su hombro. Diminutas arrugas aparecen profundamente grabadas
en la frente de la bebé, mientras ella trata de encontrar alivio en su
siesta.
Esta multitud de aproximadamente doscientas personas ha pasado un mal
rato esta tarde. El calor opresivo da paso de pronto a un chaparrón
tropical. Algunos se dan por vencidos y se van, mientras que otros abren
sus sombrillas. Amelia persevera. “Mi bebé necesita leche y yo voy a
hacer lo que tenga que hacer para conseguírsela”, dice ella
resueltamente.
El profesor Altez no tiene que esperar mucho tiempo. Cuando llega al
supermercado, un empleado le señala un área donde hay unas treinta
personas esperando a que se les permita entrar al mercado. El empleado
agarra la identificación de todo el mundo para asegurar que nadie haga
trampas y desaparece en el interior de la tienda.
Pronto, el empleado regresa y llama un nombre. Una chica de poco más
de veinte años había probado suerte y venido al supermercado por segunda
vez ese día con la esperanza de conseguir algunos artículos
adicionales. El sistema computarizado del supermercado detectó
fácilmente su “doble intento de compra”. Le ordenan salir enseguida de
la fila, y ella lo hace, con la vista en el suelo y la cara roja de
vergüenza.
Una vez que Rogelio entra a la tienda agarra los tres rollos de papel
sanitario que le tocan, como casi todos los demás, de las pilas cerca
de la entrada. Luego se dirige a las líneas para comprar otras
mercancías muy necesitadas, como por ejemplo leche. “¿Cuántos litros de
leche nos permiten comprar?”, pregunta a una mujer junto a los cartones
de leche. “Ocho”, responde la mujer.
El señor Altez agarra además tres tubos de pasta de dientes y se
dirige al cajero. “Fue una buena compra”, dice, satisfecho de que,
excepto jabón, él pudo conseguir todo lo que quería.
No obstante, el profesor desahoga su frustración. “Lo que me da rabia
es el hecho de que tengo que pasar horas y horas sólo para conseguir
papel higiénico. Yo podría usar mi tiempo de un modo mejor, ¿sabe?”,
dice, y expresa otro sentimiento que lo invade en ese momento. “Nosotros
perdimos nuestra dignidad hace mucho tiempo”, afirma. Algunos
caraqueños pasaron incluso la noche a la intemperie para asegurarse un
puesto a la cabeza de la fila.
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